Desde sus inicios como ciencia, la Economía se ha contado (y construido) a base de metáforas. La primera de ellas fue la famosa “mano invisible” de Adam Smith… aunque en algunos casos más bien parece la “mano negra”. Desde ese economista pionero (cuya profesión en realidad era lingüista), los usos metafóricos se han utilizado para explicar lo que, en muchos casos, es tan inexplicable como un perro verde(porque los cisnes negros no son tan raros como algunos han pretendido)
En los últimos tiempos, las metáforas económicas han adoptado formas más vegetales que animales, quizás por haber surgido del pútrido mantillo de la crisis: primero fueron los tristemente fallidos “brotes verdes”; con el comienzo del estío, el ministro del ramo (aunque mejor deberíamos decir “de la rama”) nos regalaba los oídos con eso de que la recuperación de la economía española era como “una flor de invernadero”.
Dado que la citada flor parece más bien anémica y aún muy incapaz de desprender un fragante aroma en forma de creación de empleo, me gustaría aportar mi modesta semilla a la cosecha metafórica. Ni brotes verdes, ni flores de invernadero: nuestros datos económicos parecen “tomates verdes fritos”.
Y que nadie se atreva a refutar la pertinencia de la metáfora: que tenemos un buen tomate es evidente; que además está verde, innegable; y el elemento definitivo del guiso es que seguimos fritos en la sartén de la rigidez alemana y de la incompetencia de quienes nos gobiernan (desde Madrid a Bruselas, pasando por el mismísimo gran pronosticador “no doy una” o “anti-cúralo todo”, el FMI).
Por comenzar por el final, sería deseable que su victoria electoral en las elecciones del 22 de septiembre permitiera que la cocinera Merkel nos retirara del fuego y nos regara no precisamente con aceite hirviendo, sino con una condimentada salsa que permitiera a nuestros tomates dejar el amargo verdor y adoptar el sabor y el color de la recuperación económica.
Para cumplir al menos una parte de lo que ha prometido a los alemanes durante su campaña electoral, Merkel ya está aplicando a la economía germana una receta de liquidez e inyección de dinero destinada a estimular el guiso, justo lo contrario de lo que recomienda (o más bien exige) a sus famélicos y hambrientos socios europeos. Es verdad que Alemania lo tiene más fácil, sobre todo después de haberse estado financiando a coste casi cero (entre enero y junio las cuentas públicas germanas lograron un superávit de 8.500 millones de euros, un 0,6 por ciento del PIB). El Tesoro germano está ahora más sano y puede gastar más para llenar las urnas de votos a Merkel gracias, entre otras cosas, al pánico irracional al envenenamiento por ingestión de deficitarias setas mediterráneas. Ya vimos cómo nuestra prima de riesgo engordaba hace un año con tanta facilidad como se ha desinflado ahora, al caer a niveles de hace dos ejercicios: ¡qué bien le ha venido a Merkel (y al Bund) que los inversores pensaran que la deuda española era casi tan tóxica como la griega, la auténtica amanita phalloides del mercado!
Con sus estímulos económico-electorales, Alemania creció un 0,7 por ciento en el segundo trimestre. La segunda mayor economía de la eurozona, Francia, se apuntó un 0,5, lo que colaboró a que Europa creciera un considerable 0,3 por ciento entre abril y junio. Pero Italia, Holanda, Chipre, España, Grecia, Irlanda y Eslovenia siguen estancados en la recesión. La pregunta es si tras las elecciones la gran cocina germana seguirá calentando o volverá a enfriarse. Y también si el BCE (el avatar del Bundesbank, aunque ahora tenga un toque picante más propio de la cocina italiana) seguirá su política de compra de bonos mientras que la Reserva Federal americana anuncia que quizás cierre el grifo de la liquidez a finales de año.
El Gobierno español sigue confiando en que buena parte de la ayuda para florecer venga del exterior, de la recuperación de las grandes economías europeas. En realidad, casi todo lo “bueno” que nos pasa últimamente a los españoles llega de fuera: récord de turistas extranjeros en julio (7,9 millones), entre otras cosas debido a la trágica glaciación que ahora afecta a las “primaveras árabes”; récord histórico de exportaciones en el primer semestre (su crecimiento del 8 por ciento permiten reducir el 68,8 por ciento el déficit comercial), logrado incluso con un euro fuerte, lo cual dice mucho de la capacidad de las grandes compañías exportadoras españolas…
A la vista de estos ingredientes tan sabrosos, queda aún más claro que la economía española no está tan emponzoñada como la griega. No es una seta mortal de necesidad (sobre todo si, como a Grecia, te cocinan desde Berlín, después de haberte hinchado con créditos irresponsables que ahora pretenden recuperar de un país en recesión y camino de su tercer rescate). Pero insisto en que nuestra economía sí parece un buen tomate verde frito. Los últimos datos, incluso los que nos hacen soñar con lindas flores de invernadero, no nos alejan demasiado de un tomate más aplastado que el de la recién celebrada Tomatina de Buñol. Veámoslos uno a uno:
Para comenzar, no todo nuestro entorno es tan beneficioso: cierto que nuestra prima de riesgo ha bajado, pero nuestra deuda pública (básicamente en manos de extranjeros) se elevó en junio al 90,3 por ciento del PIB, con lo que por primera vez supera la media de la deuda de los 28 miembros de la Unión Europea. Una deuda que por primera vez en más de cien años alcanza la cota del 90 por ciento no sólo hace imposible el objetivo gubernamental para fin de 2013 (91,4 por ciento del PIB), sino que traspasa una frontera de altísimo riesgo: numerosos economistas consideran que una deuda pública por encima del 90 por ciento del PIB no sólo imposibilita la recuperación económica, sino que es un factor que hace caer en picado a cualquier economía.
La leve recuperación del empleo (incluso con la mejora del turismo internacional) es claramente estacional. De hecho, ni siquiera el boyante sector turístico ha generado empleo estable en tasas significativas este verano. Y todos sabemos que, para generar empleo, España necesita crecer a ritmos de cuando vivíamos sólo del ladrillo. Ni el auge exportador, ni el récord turístico son suficientes para tomar el relevo y cubrir los millones de empleos que se esfumaron como el humo cuando explotó la burbuja inmobiliario/financiera. Hasta el FMI pronostica que la tasa de paro española seguirá por encima del 25 por ciento… ¡dentro de un lustro, en el 2018!
Pese a lo cual, desde el organismo internacional nos recomiendan bajarnos los sueldos un 10 por ciento. Y el incompetente Olli Rehn (debería haber dimitido hace tiempo como comisario europeo de Asuntos Económicos, o haber cambiado su nombre por comisario de Crisis Económica Permanente) lo respalda, con ejemplos tan tontos como que Irlanda y Letonia han bajado los salarios y están mejor ahora. Pero ambos casos son mentira: en Irlanda no han bajado los salarios, pero tampoco han funcionado los rescates y el país sigue en recesión. En Letonia el poder adquisitivo de los ciudadanos ha caído tanto que su demanda interna se desploma y sí ha habido reducciones salariales, pero sobre todo entre los funcionarios (en un tercio de los casos, de hasta el 40 por ciento). Pero eso no parece la panacea para acabar con un paro que continúa altísimo (sobre el 15 por ciento). Si el desempleo letón no es tan elevado como el español no es por las recetas aplicadas… sino porque en la última década (de 2000 a 2011) la población de Letonia ha disminuido un 13 por ciento.
¡Ahí está la solución para España! Lo que la ministra de Desempleo (seguir llamándola de Empleo es otra metáfora) define como “movilidad exterior”. ¡Tomemos ejemplo de los letones y marchémonos, huyamos de la sartén! Letonia tiene ahora dos millones de habitantes, los mismos que a mediados del siglo XX. A su ritmo de despoblación, no sólo reduciremos el paro, sino que pasaremos de 46 millones a 28 millones de habitantes, los mismos que tenía España en 1950. ¡Así sí que brotarán las flores sin necesidad de invernadero! Y proliferarán no sólo en las desiertas pistas de algunos aeropuertos, sino también en las autopistas (que se desertificarán, como ya lo están las radiales madrileñas), en las escuelas sin alumnos ni profesores (estos últimos ya están en proceso de extinción) y en los hospitales sin listas de espera (dará lo mismo: los cirujanos, médicos y enfermeros españoles también habrán emigrado).
Más que a metáfora, suena a triste realidad. La veo incluso en casa: mi hija mayor, en la que los españoles han invertido mucho dinero para que tenga una magnífica formación pública y un brillante expediente, va a iniciar este año su máster… en La Sorbona. Donde, por cierto, cuesta 400 euros, diez veces menos que los más baratos en España (y de la relación precio/calidad mejor no hablamos).
¿No deberíamos haber invertido más en nuestra población, en nuestro futuro capital humano, y no sólo en ladrillos generadores de réditos electorales pero cuyo peso muerto nos ha hundido en el fondo de la despensa y, de paso, ha llenado de frutas podridas nuestra democracia? ¿Podemos hacerlo ahora, podemos de verdad buscar un nuevo modelo que no se base sólo en ajustes y en esperar que las locomotoras exteriores nos remolquen? Me temo que seguiremos sin madurar y pendientes de las recetas de siempre, mientras una mano bien visible regula la intensidad del fuego.