Nuestros antecedentes nos marcan la forma en que veremos y afrontaremos nuestras vivencias futuras. En este artículo conoceremos un poco más sobre el pasado del Sr. Ram

Nací en 1943 en Hyderabad, en la región de Sindh, que entonces pertenecía a la India Británica. Al llegar la independencia en 1947 esa región, que finalmente quedaría bajo el dominio de Pakistán, vivió muchos conflictos, y los hindúes sufrimos matanzas por parte de los musulmanes.

La mayoría huimos a la India para salvar la vida. En esa época mi padre estaba trabajando en Tenerife, donde yo acabaría recalando también casualmente años después. Mi madre, mis hermanos y yo fuimos con el resto de nuestra familia en tren hacia un campo de refugiados en Nasik. Allí, los funcionarios indios ponían la edad aproximada en nuestro pasaporte, por eso mi año de nacimiento oficial es 1944. Antes no era tan importante que todo fuera exacto, daba igual que en tus papeles pusiera una fecha incorrecta.

Mucha gente piensa que mi forma de afrontar la vida viene de esos años difíciles, pero realmente yo no lo creo. Cuando la gente joven escucha mis experiencias de esos años les viene a la mente la palabra miseria, pero en realidad mis recuerdos de infancia son felices, y a pesar de las estrecheces nunca pasamos hambre. No teníamos casi nada de lo que hoy en día consideramos imprescindible, pero eso era lo normal en aquella época. Si no teníamos cubiertos comíamos con las manos, y a falta de juguetes improvisábamos uno con cualquier cosa, como hacían la mayoría de los niños de entonces.

Mi personalidad tiene que ver más con la influencia de mi madre y del colegio en donde estudié desde los 6 hasta los 17 años.

Mi madre ha sido la persona más importante en mi vida, me inculcó el valor del sacrificio por un lado, y de la alegría de vivir por otro. Creo que si he conseguido ser feliz, independientemente de cualquier situación por la que atravesara, es gracias a ella.

Vivimos unos meses en el campo de refugiados. El primer hogar que recuerdo es ése, en donde nuestra vivienda se separaba de las demás mediante sábanas colgadas de cuerdas. Después nos establecimos en Pune, cerca de Bombay, y comencé a ir al Saint Vincent High School, colegio católico de los jesuitas en donde estuve 11 años, hasta los 17. Era uno de los mejores colegios de la región y prácticamente gratis, nunca agradeceré suficiente a esa institución el haberme formado como persona.

Como la mayoría de los colegios de la época, la educación era muy estricta, castigos físicos incluidos, pero también justa, si te portabas bien como era mi caso no tenías problemas.

Fui buen estudiante, con mucho esfuerzo pero también con satisfacción, porque me gustaba estudiar y aprender. Sobre todo disfrutaba con las matemáticas, posiblemente fui matemático en una vida anterior porque me apasiona esa materia y tengo facilidad para ella.

En el instituto solía ser el segundo de la clase porque era muy malo en gimnasia y eso me bajaba la nota. Sin embargo, los últimos años mejoré tanto en el resto de asignaturas que conseguí ser el primero. El ser o no el primero de la clase es sólo una anécdota, lo realmente importante es que me inculcaran una cultura de esfuerzo y disciplina que se trasladó después al mundo laboral.

Siempre he trabajado a gusto jornadas de 12 o más horas diarias, porque disfruto con mi trabajo. Me da pena ver que mucha gente ve el trabajo como una obligación indeseable, y no como una parte importante y satisfactoria de su vida. Por supuesto, recomiendo a todo el mundo, sobre todo a los jóvenes, que hagan lo posible por encauzar su futuro laboral hacia una actividad que consideren apasionante. Eso hará que tengan más probabilidades de triunfar y, sobre todo, les dará más satisfacciones. Desgraciadamente, a veces uno se ve obligado a realizar un trabajo que no le gusta, pero incluso en esos casos tenemos que intentar adaptar nuestros pensamientos hacia el lado positivo.

En este sentido, hay una historia que se cuenta en el colegio de mis nietos que creo que refleja bien la importancia del pensamiento positivo. Dicen que un viajero llegó a las obras de una catedral y le preguntó a un trabajador qué tal estaba. El obrero le respondió enfadado: “Pues aquí, quemándome al sol y picando piedra como un esclavo, ¿cómo crees que me siento?”. El viajero siguió caminando y vio a otro obrero que hacía exactamente el mismo trabajo que el primero pero con una sonrisa en la cara, y al preguntarle cómo estaba le respondió ilusionado “¡Genial, estoy construyendo una catedral!”.

No quiero caer en el simplismo ni mucho menos en el conformismo, pero si conseguimos aceptar nuestro lugar en la vida, sin renunciar nunca a mejorar, habremos dado un gran paso en todos los sentidos. Yo siempre he aceptado lo que la vida tuviera a bien ofrecerme, tanto en los momentos difíciles como en los buenos.

Actualmente noto que los jóvenes, a veces influidos por sus padres, sólo están satisfechos cuando son los mejores en algo. Esto es peligroso, porque genera muchas frustraciones. Está bien valorar la excelencia, pero no todo el mundo puede ser el mejor, así que no estaría mal quitar el pie del acelerador y que todos podamos aceptar nuestras limitaciones, intentando eso sí aprovechar al máximo nuestras virtudes.