El crudo barato, en combinación con la crisis económica, abre un nuevo orden -o más bien desorden- energético: cada vez es más difícil identificar quién gana y quién pierde
¡Qué tiempos aquellos, cuando era fácil identificar a cada bando en las continuas guerras del petróleo! El oro negro ha sido un arma política desde que las potencias coloniales trazaron a su capricho las fronteras en Oriente Medio, esas mismas fronteras que están en el origen de casi todos los conflictos en la zona durante los últimos cien años (http://economiaenlaliteratura.com/la-eterna-guerra-del-petroleo/). Pero en el siglo pasado, las llamadas “crisis del petróleo” tenían unos contendientes claros. El embargo de 1973 por la guerra árabe-israelí, la crisis iraní con el ascenso de Jomeini en 1979, la guerra de diez años entre Irán e Irak, las dos posteriores guerras del Golfo, rematadas con la desastrosa invasión de Irak… En todos esos conflictos, el petróleo se utilizaba con la misma contundencia que los carros de combate. Y el mercado reaccionaba siempre de un modo más o menos previsible.
A principios de los ochenta, en los peores momentos de la guerra Irán-Irak, cada vez que un misil caía sobre un barco en las aguas del Pérsico, los periódicos se llenaban de titulares del estilo de “Arde el Golfo”, “Los bombardeos disparan el precio del crudo” o “El oro negro sube por el temor al cierre del estrecho de Ormuz” (por donde salían dos tercios de la producción mundial de crudo). Me acuerdo bien, porque yo entonces, desde el diario “Cinco Días”, redacté muchos de esos titulares. El petróleo se había convertido en algo caro desde el embargo árabe de 1973: aquel año –también me acuerdo, aunque aún era un niño– no hubo luces navideñas en la Gran Vía madrileña. Y desde entonces comenzamos a llamar “oro negro” a un crudo en una permanente senda alcista que dejó grabado en la mente de todos un nuevo y perenne titular: “Crisis energética”. Todos comprendimos que estábamos consumiendo un bien escaso, que podía terminarse y que, además, procedía casi todo de debajo de unas arenas en las que los hombres están matándose unos a otros desde que Caín le partió la cabeza a Abel con la quijada de un asno.
¡Qué tiempos aquellos, cuando en las guerras del petróleo era más o menos fácil saber quién estaba en cada bando! Igual, por lo demás, que en las guerras tradicionales. Pero ahora todo ha cambiado: el barril de crudo ha caído por debajo de los 70 dólares, un precio no visto en los últimos cinco años. Se ha roto así una relativa estabilidad por encima de los 100 dólares (con picos como los 115 dólares que se registraban apenas hace unos meses, en junio de 2014) que parecía tener conformes a casi todos los agentes del mercado. Sin embargo, esos mismos agentes no saben ahora cómo reaccionar, no saben muy bien a qué se debe esta debilidad que amenaza con durar también bastante (pese a los pronósticos de aumento en la demanda a medio plazo)… No saben, en definitiva, de dónde llegan ahora los tiros, quién es el enemigo y quién está en nuestro bando, en el de los consumidores, o en el contrario.
Porque como en otros tiempos recientes (tan recientes como las últimas décadas del siglo XX), con un Oriente Medio sangrando por multitud de guerras lo lógico sería que el petróleo estuviera por las nubes. Ya vemos que el conflicto entre israelíes y palestinos sigue sin resolverse. La guerra en Siria se confunde con la de Irak mientras los locos del Estado Islámico (que, por cierto, también trafican con el petróleo) se empeñan en borrar la frontera entre ambos países. La fallida “Primavera Árabe” y la caída de alguna que otra dictadura (como la de Gadafi en Libia) han dejado un panorama incierto y de tensiones sin resolver ahí mismo, a la orilla sur del Mediterráneo. Irán sigue negociando con su programa nuclear. El yihadismo se alimenta de todo ello y es un factor de protagonismo creciente desde el 11-S. Tampoco ayuda que mucho más cerca, en Ucrania, una de las rutas energéticas vitales entre Rusia y Europa siga en guerra y con tensiones nacionalistas que recuerdan otra vez a la Guerra Fría (http://economiaenlaliteratura.com/la-guerra-fria-economica/).
En estas circunstancias, de amenaza permanente sobre los suministros de crudo, lo lógico sería pensar en un petróleo tirando a caro. Pero no.
Cierto: Estados Unidos se está convirtiendo en el mayor productor mundial de crudo, gracias a la famosa técnica de la fractura hidráulica que ahora todo el mundo llama fracking pero que deberíamos conocer por su nombre original en latín, ruina montium, pues fueron los romanos quienes la inventaron para extraer minerales (como se ve, por ejemplo, en Las Médulas de León). Se explora y se encuentra cada vez más crudo en aguas profundas, en la costa atlántica de Brasil y Argentina, o incluso en el más cercano litoral de Canarias, frente a cuyas playas no sólo explora Repsol, sino también, unos pocos kilómetros más allá, otras petroleras que operan en aguas territoriales marroquíes (y por las que parecen preocuparse menos los movimientos ecologistas, aunque potencialmente sean casi igual de amenazantes para nuestras islas si hay vertidos descontrolados).
Las energías limpias han ganado cuota de mercado. Las políticas de ahorro energético se imponen por doquier… Pero, ¿bastarían todos esos factores para mantener el petróleo tan abajo? ¿Cuáles son los verdaderos “enemigos” que hacen caer el precio del barril? Yo percibo básicamente dos: los propios productores tradicionales y, el más grave de todos, la crisis económica que amenaza con quedarse aún algunos años por aquí.
¿Qué ganan los productores tradicionales con el petróleo barato? Cierto que pierden ingresos (algo compensado sólo en parte por la apreciación del dólar), pero pueden reivindicar su papel de productor sin más problemas que unos largos conflictos que, en definitiva, nunca han llegado a interrumpir totalmente las exportaciones de crudo. En Arabia y sus alrededores (donde, por cierto, nunca sabremos de verdad cuánto petróleo hay, porque llevo décadas leyendo que se acaba y no es así) basta con hacer un agujero en el suelo para que por él salga crudo. Y eso es rentable incluso con el barril en torno a los 10 dólares, siete veces más barato que los ya bajos precios registrados a finales de noviembre y principios de diciembre de 2014. Sin embargo, un petróleo en el entorno de los 70 dólares no sólo supone un obstáculo para las inversiones en energías alternativas (ya hemos visto cómo se han hundido en Bolsa las empresas de renovables), sino que puede comprometer las masivas inversiones necesarias también para desarrollar aún más las explotaciones en aguas profundas y, por supuesto, la extracción mediante fractura hidráulica. No sorprende, por tanto, que los exportadores clásicos, los agrupados en torno a la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), no hagan especiales esfuerzos por reducir su producción y, así, estimular un poco los precios. Además, tampoco pueden arriesgarse: también sienten los efectos de la crisis y necesitan vender petróleo casi al precio que sea para mantener su alto ritmo de vida (en los emiratos del Golfo), sus regímenes siempre al borde de otra “Primavera Árabe” (como en el caso saudí), sus inevitablemente crecientes gastos militares (algo que afecta prácticamente a todos) o su carísimo –y a la postre ruinoso– populismo (cuyo mejor ejemplo es Venezuela, un gran productor que, paradójicamente, es la única economía latinoamericana en retroceso durante los últimos años).
En una situación similar estaría el tercer productor mundial, esa Rusia a la que Putin ha embarcado en una nueva fiebre nacionalista que, de momento, le está costando muy cara, con la fortísima devaluación del rublo incluida y la más que probable entrada en recesión en 2015. Y tampoco se puede arriesgar a decretar un embargo energético (de gas y petróleo) contra “el enemigo occidental”, porque si no vive del oro negro, tiene poco más de lo que vivir. Así que es poco probable que recorte producción de un modo significativo para estimular los precios.
EL AUTÉNTICO ENEMIGO
El auténtico causante de estos precios bajos no está ni en las necesidades de unos productores que no pueden permitirse cerrar el grifo, ni en las nuevas técnicas extractivas, ni en el auge de las renovables. El auténtico enemigo del barril caro se llama crisis económica. Europa se enfría y en algunos de sus miembros soplan ya vientos de recesión, hasta el punto de que el Banco Central Europeo y las nuevas cabezas “pensantes” de Bruselas apuestan ya por políticas de estímulo (pese a la cerrazón germana en no gastarse ni un euro más de lo que ingresa); el inútil G-20 por lo menos acaba de hacer una declaración de principios al pactar más de 800 medidas contra el estancamiento económico (será, como siempre, un brindis al sol, pero algo es algo); y todo el mundo mira con inquietud a unos emergentes que ya apenas emergen, a una China que se enfría y a un Japón que vuelve a la recesión.
Con este panorama económico, el mercado de futuros, como siempre, marca tendencia en el precio del petróleo. Y la tendencia parece clara: si buena parte del mundo que aún tiraba de la economía (incluso la prepotente Alemania) se enfría, y la parte que no tiraba no sólo no despega sino que vuelve a asomarse al abismo de la recesión… ¿cómo va a subir el petróleo? Cierto, sus precios bajos nos ayudarán a los países consumidores… pero tenemos que tener también cuidado con el daño colateral que pueden causarnos: esa temida deflación que, combinada con la recesión, genera el peor escenario imaginable, el mayor enemigo posible para cualquier economía. Se llama estanflación. Y luchar contra ella sería mucho más duro que enfrentarnos a otra guerra del petróleo.